“El que no carga con su propia cruz para seguirme luego, no puede ser discípulo mío” (Mt. 16, 24)
Jesús murió crucificado como un criminal y tratado con la mayor crueldad posible; tanta crueldad sufrió Jesús que, según las Sagradas Escrituras, expiró aproximadamente tres horas después de haber sido crucificado, ante el asombro de los soldados romanos y demás testigos… Ante aquella sombría realidad vivida por Jesús, la cruz continuó siendo el lugar de castigo y tormento, hasta que el relato de su resurrección se empezó a expandir; tal fue el auge de este acontecimiento, que transformó la historia, y la predicación de su suplicio se convirtió en esperanza y salvación.
La cruz se transformó en el símbolo del misterio cristiano redentor, pues en la cruz quiso libremente morir Jesús. Los cristianos la convertirán precisamente en referencia religiosa, haciendo de lo insensato, cátedra de sabiduría divina, el escándalo hace acto de presencia: “La muerte que salva”, “la resurrección que redime”. Después de este acontecimiento histórico podemos entender que la Cruz de Cristo se ha convertido en el emblema universalmente conocido del cristianismo, y que a nuestros días no deja de causar asombro y hasta cierta incredulidad: “Contemplarán al que traspasaron” (Jn. 19,37).
La Cruz y la Resurrección conforman el corazón del “Kerigma” apostólico, es decir, la proclamación original de la salvación realizada por Cristo: “Dios ha hecho Señor y Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado” (Hch. 2, 36; cf. 2, 23; 4, 10), o que “fue colgado del madero” (Hc 10, 39; 13, 29). Es importante que tengamos presente que la cruz no solo es historia de la humanidad, sino que es un hecho que trasciende a la humanidad misma, puesto que en ella encontramos la máxima expresión de amor con la que Dios reconcilia a toda la humanidad con Él mismo, le invita a acceder su intimidad misma y vivir los frutos de la divinidad.
Al respecto, Jesús, dentro de su predicación, nos habla de ciertos requisitos para acceder a la intimidad de Dios (salvación), algunos de estos son:
1- El prójimo;
2- La conversión interior, manifestada al exterior por medio de acciones concretas;
3- Desprendimientos de ataduras materiales y sentimentales;
4- Cargar con la cruz.
De todos los “requisitos” antes mencionados, hay uno en particular del que me interesa hablar a profundidad: Cargar con la Cruz. Comúnmente llamamos “cruz” a la participación del cristiano en este misterio, por medio del sufrimiento transformado en donación, pero a menudo nos encontramos que la cruz es más sufrimiento que donación, sino preguntémonos cuántas veces no hemos escuchado las siguientes afirmaciones: “Esa situación es tu cruz”, “Eso malo que te ha pasado es la cruz que Dios quieres que cargues”, “Esa persona que me desespera es mi cruz”, entre otras. La cruz no solo es suplicio, la cruz también es salvación; y para que podamos entenderlo de manera más clara leamos la cita bíblica de Mt. 10, 38: “El que no carga su cruz y viene detrás mío, no es digno de mi”.
Cuando Jesús habla de cargar la propia cruz no solo se refiere a cargar con la penas y los dolores, Jesús habla de cargar todo lo que hay en nuestra vidas; injustamente a la cruz asociamos lo malo, lo difícil, lo injusto; pero obviamos algo muy importante, el hecho que Jesús cargó con toda la humanidad, con justos e injustos, con santos y pecadores, con buenos y malos; y todo lo que hay en nuestro interior -dolores, alegrías, cualidades y defectos-; porqué Jesús, al no cometer pecado cargó con toda la realidad humana; por ende al mencionar la frase “cargar con la cruz” nos invita a que nos despojemos de las ataduras materiales, emocionales y espirituales y emprendamos el camino para peregrinar al encuentro con su Padre, que por medio de su sacrificio se hace nuestro Padre. El cargar con la cruz implica vivir una verdadera conversión, implica tomar lo que somos, lo poco que tenemos, y caminar decididamente la senda que Jesús caminó.
Ahora bien, es importante recordar que el camino de la cruz terminó en el Gólgota y, ésta, en el lugar del suplicio, se convierte en el trono de Cristo (Jn. 12, 34); entonces para nosotros el sacrificio que significa cargar con todas nuestras realidades en el sentido de donación y agradecimiento al Padre, tendrá como recompensa el trono de Cristo. Si retomamos los requisitos antes mencionados, con seguridad se puede afirmar que estos implican una renuncia, un cambio y un permanecer y perseverar; sino analicemos brevemente:
- Tu prójimo: Amigos, compañeros, conocidos, desconocidos y enemigos, todos ellos son parte del cargar con la cruz en el vivir de la cotidianidad. A cada uno de ellos tenemos que amarlos, respetarlos y ver que en sus rostros vive Jesús.
- Conversión: Debo prestar especial importancia a todo lo que me aleja de Dios y luchar por cambiarlo; pero también, debo cuidar lo que me acerca a Él para que la tentación no entre en mi vida por estar confiado en las cualidades. Esto también es cargar con la cruz.
- Desprendimiento: No seamos como el joven rico, es decir aquellos que buscamos cumplir la voluntad de Dios creyendo que es Él quien se tiene que adaptar a nosotros y no nosotros a Él (Flp. 3, 13- 18). Tenemos que desprendernos de nuestras ataduras y no creer que solo por asistir a misa, rezar rosarios, padres nuestros y no hacer nada malo encontraremos la salvación. Desprenderse de “mis” apegos también es cargar con la cruz.
En segundo ten la valentía de ver la cruz no como lugar de sufrimiento, sino como lugar de glorificación, de exaltación y sobretodo de purificación, la cruz es la dignidad del cristiano y en ella carga toda la realidad que le atañe en la cotidianidad.
“Recuerden la serpiente que Moisés hizo levantar en el desierto: así también tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, y entonces todo el que crea en Él tendrá por Él vida eterna” (Jn. 3, 14-15)
Artículo escrito por Pedro Mira, de católicos con acción
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