Muchas veces me he preguntado
por el sentido del aparente silencio de Dios. ¿Calla Dios ante mis súplicas,
ante mis gritos de auxilio? A veces pienso que Dios calla, cuando no entiendo
lo que quiere de mí.
Me gustaría oír siempre su voz y no
lo logro. Entender
sus caminos. Comprender que es Él el que me habla en lo sagrado de mi corazón.
Puede que a veces calle en ese momento. Puede ser que simplemente yo no sea
capaz de escuchar su voz en mi alma, sus susurros en el corazón.
Decía la
Madre Teresa: “Escucha en silencio,
porque si tu corazón está lleno de otras cosas, no podrás oír la voz de Dios”.
Quiero guardar silencio para oír su
voz, para entender
sus silencios. Vivo volcado en el mundo. Disperso. Hacia fuera. No navego en
las aguas hondas de mi corazón.
Para poder
hacerlo tengo que aprender a callar, a meditar, a contemplar. No puedo vivir siempre agitado y lleno de ruidos
que nublan mi mirada. Esos ruidos del mundo que atrofian mi oído.
Quiero
gritar con fuerza: “Ábrete”. Le
grito así al oído de mi alma. Como hizo Jesús con aquel sordo al curar su
limitación.
No tengo
la certeza de entender siempre lo que Dios me pide. Dudo porque no sé si es mi voluntad la que me lleva a
interpretar su voz. O es de verdad Él en mi interior quien
susurra. Interpreto sus voces en mi alma, sus voces en lo que me sucede, sus
voces en la fidelidad de Él a mi historia personal.
Allí, al
pie de mi cruz, callado. Porque sí es cierto que
tengo una certeza: Él está conmigo siempre aunque no siempre oiga su voz.
Me ha
acompañado desde el comienzo. En los momentos buenos y en los difíciles. En las
dudas. En las batallas ganadas. En las luchas perdidas. Estaba ahí. Hablando o
en silencio.
A veces no
lo sé. Pero sí sé que no dejaba de abrazarme. Decía Mahatma Gandhi: “Cuando todos te abandonan, Dios se queda
contigo”. Esa certeza ha sido un apoyo toda mi vida. Y me ha hecho
comprender que sus silencios forman
parte más bien de mi incapacidad para entenderle.
Él me
habla de verdad con su presencia. Pero en
ocasiones puede que no me baste con saber que está a mi lado. Quiero oír su voz
como oigo la de los hombres. Oír su voz explicándome el sentido de mi
vida. Que me grite.
Tal vez es
ese el silencio que más me duele. Cuando quiero que me explique la razón de
todo lo ocurrido y no la oigo. Muchas veces es el silencio de Dios cuando no me
libra de un plumazo de mi sufrimiento y no me abre un horizonte nuevo. Cuando
parece permanecer impasible ante mi dolor.
En la
película Silencio un sacerdote
misionero, conmovido ante el dolor de tantas personas en Japón, se pregunta: “Dios mío, ¿todavía sigues en silencio? Ves una
vida así y sigues obstinado en tu silencio”[1].
Entonces no es una voz lo que espero. Una voz que me
indique lo que tengo que hacer. Pretendo algo más. Una voz que calme el dolor. Un gesto liberador de
Dios. Un Dios que acabe con la carga que arrastro cada día y me libere
por fin de mi angustia.
Entonces su silencio es ausencia de acción. Es como si Dios no estuviera conmigo. Ausente.
Brotan las dudas. Y puede ser que incluso, ante tanto dolor,
surja la desesperación:”«El pecado mayor
contra Dios era la desesperación, lo sabía muy bien; pero no me explicaba por
qué Dios permanecía en silencio”[2].
El silencio de Dios en medio de las desgracias, de
las pérdidas, de las angustias, es más sobrecogedor. Es como si me dejara solo
de repente sin darme más explicaciones.
Es el silencio del mar rompiendo contra las olas. Es
el silencio de una noche negra sin estrellas. Es un
silencio lleno de ausencia.
En momentos de dolor casi deseo que desaparezca de
un plumazo la causa de mis sufrimientos. Se lo suplico a Dios. Y si no sucede,
al menos quiero entender el porqué, el sentido de tanta miseria. Saber cómo he
llegado a ese punto. Comprender si
de verdad tanto dolor vale de algo en ese plan de Dios que se me escapa.
A mí mismo me gustaría cambiar el mundo tantas
veces. Evitar esas desgracias que laceran el alma de tantos hombres. ¿Cómo se
puede consolar al que sufre sin consuelo?
Muchas veces comprendo la desesperación ante tanto
silencio. Entiendo que una persona se aleje de Dios al no entender sus
silencios. Incluso aunque antes del dolor que ahora padece, sintiera un amor
profundo hacia Dios. Un amor tan verdadero como esa angustia que ahora sufre.
Entiendo su angustia y su turbación. Me pongo en sus zapatos y no juzgo. No
condeno.
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