“Al final de una cena, un conocido
actor de teatro entretenía a los invitados declamando textos de
Shakespeare.
Después se ofreció a que le
pidieran alguna pieza extra. Un tímido sacerdote preguntó al actor si conocía
el salmo 22.
El actor respondió: ‘Sí, lo
conozco, pero estoy dispuesto a recitarlo con una condición; que después lo
recite usted’.
El sacerdote se sintió un poco
incómodo, pero accedió.
El actor hizo una bellísima
interpretación, con una dicción perfecta:
El Buen Pastor‘El Señor es mi
Pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace
recostar;
me conduce hacia fuentes
tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el sendero
justo,
por el honor de su
nombre.
Aunque camine por cañadas
oscuras,
nada temo, porque tú vas
conmigo:
tu vara y tu cayado me
sosiegan.
Preparas una mesa ante
mí,
enfrente de mis
enemigos;
me unges la cabeza con
perfume,
y mi copa rebosa.
Tu bondad y tu misericordia
me acompañan
todos los días de mi
vida,
y habitaré en la casa del
Señor
por años sin término.’
Al final, los invitados
aplaudieron vivamente.
Llegó el turno del sacerdote, que
se levantó y, tras un momento de silencio y cerrando los ojos, recitó lentamente
las mismas palabras del Salmo. Esta vez, cuando terminó, no hubo aplausos, sólo
un profundo silencio y el inicio de lágrimas en algún rostro.
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