Oigo una voz desconocida que dice:
"Abre tu boca y la llenaré con mi palabra.
Yo quité el peso de tus espaldas
y tus manos quedaron libres de la carga.
Clamaste en la aflicción, y te salvé;
te respondí oculto entre los truenos,
aunque me provocaste junto a las aguas de Meribá. Oye, pueblo mío, yo atestiguo contra ti,
¡ojalá me escucharas, Israel!
No tendrás ningún dios extraño,
no adorarás a ningún dios extranjero:
yo, el Señor, soy tu Dios,
que te hice subir de la tierra de Egipto.
Pero mi pueblo no escuchó mi voz,
Israel no me quiso obedecer:
por eso los entregué a su obstinación,
para que se dejaran llevar por sus caprichos.
¡Ojalá mi pueblo me escuchara,
e Israel siguiera mis caminos!
Yo sometería a sus adversarios en un instante,
y volvería mi mano contra sus opresores.
Los enemigos del Señor tendrían que adularlo,
y ese sería su destino para siempre;
yo alimentaría a mi pueblo con lo mejor del trigo
y lo saciaría con miel silvestre".
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