Cuando hay un dolor
profundo, el corazón pesa.
Se siente su
abatimiento y es como si una enorme losa nos aplastara el pecho. Con esa
sensación mortificante y amarga el dolor sube hasta nuestros labios y se
convierte en oración:
"Tú lo sabes
Señor, lo sabes mejor que nosotros porque Tú conoces a la perfección el corazón
de los hombres. Y Tú sabes lo adolorido que está este pobre corazón porque
tiene que decir adiós".
Decir adiós es una
cosa y saber decir adiós es otra. Decir adiós es abandonarse a ese dolor que
tiene sabor a muerte.
Decir adiós es
sumergirse en esa profunda pena que nos brota del corazón y se asoma a nuestros
ojos convertida en lágrimas.
Decir adiós es
quedarse con un hueco en el pecho... es levantar la mano en señal de despedida
y darnos cuenta que es el aire, lo único que acarició nuestra piel.
Es volver a casa y
ver tantas y tantas cosas del ser amado y junto a esas cosas, un sitio vacío.
Es llorar, desesperarse, vivir en la tristeza de un recuerdo.
¡Decir adiós es tan
triste y hay muchos adioses en nuestras vidas! El adiós al ser querido que se
nos adelantó, el adiós de las madres a sus hijos en países en guerra, el adiós
a quién amamos y se aleja del hogar... el adiós que se le da a la tierra que
nos vio nacer...
¿Cómo lograremos
saber decir adiós, dónde encontraremos una forma diferente para que este adiós
nos sea más soportable?
Para saber decir
adiós nos ayudaremos con el recuerdo o más bien con la meditación de cómo debió
de ser el adiós entre María y su hijo Jesús. A mí en lo personal me gusta
pensar que fue después de una comida. Nada nos dicen los Evangelio de estas
escenas, ya que fueron escritos después, bastante tiempo después. Jesús vivió
tres años fuera de su hogar dedicado a su misión de predicar.
Solos estaban ya la
Madre y el Hijo puesto que ya habían dado el adiós a José tiempo atrás. Comida
de despedida, de miradas llenas de ternura, de silencios cargados de amor más
que de frases. La madre solícita y tierna y al mismo tiempo firme y serena. El
Hijo empezando a sentir el primer dolor con un adiós para ir al encuentro de la
Redención de la Humanidad.
La tarde es calurosa
y el camino polvoriento. Por él van un hombre y una mujer. Una madre y un hijo
que se despiden, que tienen que decirse adiós...
Y yo creo que María
acompañó a Jesús hasta el final del sendero donde el hijo tomaría el camino
definitivo. Nada sabemos de lo que hablaron, nada sabemos de lo que se
dijeron... pero tuvo que ser un adiós de inconmensurable grandeza y amor.
También de dolor. Dolor que se hace incienso y sube hasta el Padre Eterno.
Otra vez en los
labios de María el SÍ y en los de Jesús el primer sorbo del amargo cáliz que
beberá hasta la última gota. Pero serenos y firmes, llenos de amor el uno por
el otro, cumpliendo, aceptando en sus corazones la Voluntad del Altísimo: Saben
como hay que decir adiós.
Así nosotros, con
este ejemplo de despedida hemos de saber decir adiós. Renunciación, olvido de
uno mismo y oración por el que se va. Un abrazo, corazón con corazón y si se
puede... una sonrisa.
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